Pablito corrió hacia mí, me abrazó fuerte y me dijo que estaba muy triste. Sus ojos aún mostraban lágrimas recientes. Hijo único del pastor Héctor Jr., Pablito había escuchado algo que lo conmovió profundamente. Su padre acababa de llegar del trabajo con una noticia dura: la empresa había cerrado debido a la pandemia, y lo habían despedido. La madre de Pablito lo escuchó con preocupación mientras él le explicaba que tendrían que cuidar lo poco que les quedaba para sobrevivir hasta encontrar otro empleo.
El niño, al oír que no podrían celebrar la Navidad, sintió que el mundo se apagaba. Entonces vino hacia mí para contarme, con el corazón encogido, que la Navidad se había terminado. Lo abracé con cariño y le aseguré que la Navidad jamás terminaría, que seguiría viva y que él recibiría su regalo, como cada año.
Las lágrimas me llenaron los ojos cuando vi cómo el rostro de Pablito se iluminó con alegría. Comprendí en ese instante que muchos niños, en distintos lugares del mundo, podían estar sintiendo lo mismo. Tal vez algunos adultos también imaginaban una Navidad silenciosa, sin luces ni villancicos, por el dolor de tantas pérdidas y enfermedades.
Sin embargo, la Navidad no depende de las circunstancias. Es un latido que vibra en los corazones agradecidos. Aunque las calles parezcan vacías y los templos silenciosos, Dios sigue actuando en lo invisible, sosteniendo el espíritu del mundo. Su presencia se manifiesta en la esperanza, la solidaridad y la fe de quienes creen. Cada gesto de amor revive la llama de Belén, recordándonos que Cristo sigue naciendo en cada corazón dispuesto.
Dios habló hace siglos a través del rey David y sus palabras resuenan hoy con claridad: “Nuestro Dios viene con fuego y tormenta, llama al cielo y a la tierra para juzgar a su pueblo”. Nos invita a reflexionar, a corregir el rumbo y a ofrecer gratitud.
Los desastres naturales, las enfermedades y las crisis globales no son castigos, sino advertencias. Dios busca nuestra atención, nos llama con amor para darnos una nueva oportunidad. Él quiere que regresemos a su pacto, que vivamos en gratitud y esperanza. Si escuchamos su voz, hallaremos salvación y fortaleza.
En medio del dolor y la incertidumbre, su mensaje permanece: la vida tiene propósito, el amor de Cristo vence todo temor, y su luz nunca se apaga, ni siquiera en la oscuridad.
Decir que no habrá Navidad es imposible. Puede que falten adornos o banquetes, pero la Navidad verdadera no depende de eso. La Navidad auténtica celebra el nacimiento de Jesús, el Cristo vivo.
Esa celebración sigue brillando en los corazones de los que lo aman. Cada creyente que abre su alma y dice “Señor Jesús, vive en mí”, mantiene encendida la luz del pesebre.
El apóstol Pablo lo expresó con fuerza: “¿Quién nos apartará del amor de Cristo? Ni la tribulación, ni la angustia, ni la pandemia”. Esa certeza nos hace vencedores. La Navidad persiste donde hay fe, amor y gratitud. Su brillo trasciende las circunstancias, recordando que Jesús reina sobre toda dificultad.
Si los soldados de la Primera Guerra Mundial detuvieron el fuego para cantar villancicos, y los de la Segunda compartieron cena en medio del conflicto, también hoy podemos celebrar.
Esta pandemia, que parece una tercera guerra mundial contra un enemigo invisible, no puede robar la Navidad. Porque la Navidad ocurre dentro de cada corazón agradecido por tener a Cristo vivo en él.
Esa gratitud enciende las luces, inspira los cantos y despierta el gozo familiar. Así, en cada hogar del mundo, millones seguirán celebrando el nacimiento de Jesús, hasta su regreso glorioso.
Celebremos con los Pablitos del mundo que creyeron que la Navidad podía perderse. Celebremos el amor de Cristo, la vida eterna y la esperanza que jamás muere.
Feliz Navidad, hoy y siempre.
REDACCIÓN REVISTA EL ORADOR
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