Después de más de 30 años militando en el Evangelio, y de haber analizado el pulso de las iglesias de Argentina y Latinoamérica, me doy cuenta qué muchos dones y talentos extraordinarios terminan no teniendo demasiado significado. (Basta recordar cuando la gente se caía ante la oración del predicador; los “fenómenos” de la Iglesia de Toronto, en Canadá o la moda de arrojar la chaqueta que impuso Benny Hinn)
Cuanto más maduramos espiritualmente, más valoramos a los hermanos que, sencillamente, perseveran en su andar con Dios sin ruidos ni grandilocuencias. No están arriba, ni abajo, ni a la izquierda ni a la derecha, no tienen fama, ni nombre, nadie les hace reportajes, casi ni se les conoce. Siempre se los ve manteniendo un curso sostenido y estable de la fe. Alabando a Dios con sus vidas, manteniendo un testimonio límpido y comprometidos con la obra del Señor.
El reino no es un lugar para obtener fama, pelear por cargos o recibir honores. Es más bien un sitio para quemar el yo, para renunciar al lucimiento personal y para ocupar con eficiencia el rol que Dios nos asignó en el Cuerpo de Cristo.
Aunque esa tarea sea ser el dedito del pie.
Más de uno de nosotros deberíamos pedir perdón a Dios por haber malinterpretado lo que es el Evangelio de Jesucristo.
“Bien buen siervo y fiel, en lo poco has sido fiel, en lo mucho te pondré” (Mateo 25:21)